50 Sombras de Grey establece una
línea paralela con algún clásico erótico ochentero como Orquídea salvaje. Chica
ingenua casi mojigata introducida a los placeres sexuales por hombre poderoso.
Christian Grey, personaje protagonizado
por el actor irlandés Jamie Dornan; asume su poder bajo su adicción al
sadomasoquismo, contrato de por medio, con la tierna Anastasia Steele (Dakota
Johnson). Dicho control conlleva cierto placer cuando es
aceptado por la víctima. Un juego sexual maniqueo donde aquello que supone
un consentimiento como algo bueno, resulta algo malo por la sumisión de quien
se ofrece y el otro que acepta el mando.
A priori se descarta toda
intención de conmover o excitar al espectador si los perfiles de los personajes
se desinflan con sus imposturas. Christian Grey: millonario, hijo adoptivo, introducido
al sadomasoquismo a temprana edad; discurre en su poder al ser vulnerado antes
e intenta retomar el mismo con una nueva víctima. Es decir, una cadena de roles que raya
en lo aburrido.
Mientras que Anastasia Steele es
una estudiante de secundaria recién graduada, clase media, y virgen; negocia
parte del acuerdo escrito que la llevará a ser la víctima del poder de Grey, sin siquiera
terminar de estampar su firma. Esta será la condicionante de esta lucha de emociones a librar en la segunda y tercera película.
Queda claro que la película no es
una adaptación libre de la directora Sam Taylor-Johnson, y que la autora del
libro E.L. James refleja el carácter autoritario de Christian Grey; al decidir
que Taylor Johnson no realizará las siguientes partes de la trilogía literaria por
diferencias irreconciliables.
Para quien no leyó los libros, el
detalle de la fidelidad de la película es subjetiva. Para quien lo hizo, la
presente reseña quizá sea un redundante spoiler.
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